CERO. Quince párrafos ordenados cuentan una historia de desorden. Como desórdenes produce ella en mi estómago. Huecos anhelos. Tras la pérdida, angustia. Por eso los dejo al albur de quién quiera ordenarlos. O no.
MENOS CERO. Trabajaba de pinche en un chino de la City, por aquello del inglés, y una noche de abandono vinieron a caérseme quince platos. Arrodillado en el suelo lloraba por querer, incauto/desolado, identificar los trozos de porcelana con un postre o un entrante, trozos, al final, en el suelo, de mi alma, estampada. Igual se trocearon los pétalos, secos, en todos sus labios. Igual.
Aprendí más chino que inglés…
UNO. Vago en la Finlandia de Sibelius, mientras uno tras otro se consumen los cigarrillos y los minutos. He dejado de vivir mi vida y la dejo, lánguida, pasar. Aún te quiero, aún cada día me acuerdo de ti. Aún me despierto, alterado, enfadado por no seguir en el sueño, aunque desasosegante, contigo. Los metales del frío norte me atruenan los oídos, me gritan malo, eres malo, y tú, larga nota sostenida de violines te vas hundiendo, congelada, en negras y frías aguas. Pierdo la última visión de un hombro que mordí, y se cierran los hielos. Grazna una gaviota, vieja, gris, hambrienta.
CINCO. Gritan Daphnis y Chloe, Ravel. Joder, estas trompetas son las puertas del final. El tren ha parado su convoy, finalizado su jornada, vomitado su cansancio, exhausto se queda con las puertas abiertas y una extraña luz de emergencia en un raro túnel iluminado me dice sin verlas que son las cocheras. Gusano transparente que come y vomita, come y vomita.
SIETE. Ya vienen los vigilantes.
DOCE. -Ya te vale, con un becquerazo y/o becqueriano, hubieras cumplido, total. Pero no. Ten en cuenta que las altas artes están para demostrar la maestría, y a ellas sólo se llega con la sabiduría, y tú aún estás lejos de tan alta humildad. Postrado ante el Juez puede acusarte…
CATORCE. Abrieron la puerta de un almacén. Sólo servicio Vigilantes Poetas. Muy educadamente me sentaron junto a ella. Sacaron sendos objetos plateados, que después de pelar empezaron a comer. Y allí me quedé, abrazado a otra fría barra.
NUEVE. Estaba bajo el banco de un vagón de metro, pegaba su cuerpo todo lo que podía a la pared, haciéndose casi invisible al ajetreo de una línea, circular, que rondaba bajo la piel de la ciudad, desde las 6 a la una de la noche, quién sabe desde cuándo. Incrustaba su cara al nacimiento de una barra, y tanto la apretaba que había conseguido fundir parte de su oreja con el frío metal. Fue eso, al sangrar, lo que alertó a los últimos usuarios de aquella noche.
SEIS. No soy capaz de abrir los ojos, pero sé que en algún momento alguien me va a forzar a ello, no quiero y no puedo moverme, me da igual, traerme, llevarme, no me mováis, no me preguntéis, no me toquéis, no quiero gritar, no quiero llorar, no quiero vivir ni morir, ni sentir. Sólo quiero fundirme, frío al frío, a esta barra de acero a la que estoy agarrado, ser ella, pensar como ella, olvidarme de todo y servir al usuario de metro que entra y sale, entra y sale, entra y sale, y entra y sale. Devolver la mirada que me den, el calor que me proporcionen.
DOS. ¿Te he arrojado al lago? Mis brazos extendidos, Frankestein romántico, así me lo quieren decir. Y al girar las palmas hacia mí, los ojos de mis manos me lloran un sí. ¿Qué gotean de ellos?, gotean gordas gotas grises y grumosas. Lloro de manos, cinco por dos, diez, ojos que nunca más, al cerrar los míos de gozo, te rozaran, te gozaran.
OCHO. Llevo toda la suciedad de vuestros pies abrazada para redimiros de vuestra pena. No, no tengáis compasión de mí, acercaros, golpead y pisad mi cabeza. Sacadme de este banco de metro donde llevo escondida mi vergüenza. No recuerdo a donde iba, no recuerdo a donde fue.
CUATRO. Una espiral de haces de fuego revienta la más alta montaña, engulléndome y escupiéndome al cielo. Un día tras otro. Arderé y arderé, desde el centro de la tierra hasta el sol, y que se consuma, en este volcán, todo tu dolor.
TRECE. Se quedó con la palabra en la boca, iban ya caminando conmigo por el andén de mantenimiento, pálidos por el amarillo de faena, y sonó la sirena de la media hora de descanso para el bocata de medianoche.
DIEZ.- Señor del metro, atentamente quisiera decirle, que hemos observado –cantaron a coro- una barra llorar, una barra chillar, una barra decir nunca más yo por ti, y creemos que añadía, tú para mí. Y va a ser –recitativo- mucho sentir para una barra de metro, señor.
TRES. En lo alto de la más alta montaña, de pié, como un tótem de antes de todo, miro al mundo que creé y que he destruido. El amor, sol motor, arde enfadado sobre mí. Te voy a quemar. Me susurra violentamente, mientras carboniza la oreja de tus desayunos. Abrázame, sol. Llévame contigo. Derrite y evapora todos los jugos con los que ella me alimentó.
ONCE. Como lo de la oreja no tenía solución, e igualmente les iban a pedir declinar el tema, los vigilantes decidieron ejercer la fuerza que creyeron proporcionada para desatascar aquel vagón. Uno, más veterano, pensó que un Garcilaso iría bien, y le propinó una fuerte Elisa vida mía. El joven, y por tanto, más joven e inexperto le soltó un aforismo recién estrenado en su taller de literatura.
QUINCE. (-Niño pon música.
-Qué quieres…
-No sé… dame una cerveza y… el Opus 47 de Max.
-¿Weber?
-No, joder, no… Bruch. Siempre Max Bruch. Siempre.)
Penso sincerament que acabes d'escriure una novel·la sintetitzada. De manera que ja t'hi pots posar, Cristóbal. Tal com jo ho veig, hi ha tots els ingredients.
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